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El viernes 25 de octubre, a pesar de los actos de contrición y de las afirmaciones del presidente Sebastián Piñera de que su gobierno había “entendido” el mensaje de las manifestaciones, que entraban ya a su segunda semana, más de un millón de chilenos tomaron las calles de Santiago para reforzar el “recado” de insatisfacción con el orden económico dominante. El martes 29, a pesar de la suspensión del estado de emergencia y del cambio de 8 ministros, todavía había manifestaciones en varias ciudades.
La causa de las protestas es una insatisfacción generalizada de la sociedad a la desatención del sistema político institucional con las aspiraciones y necesidades legítimas. Factor, además, compartido con otros países que registran manifestaciones recientes, como Ecuador, Perú, Francia, Líbano, Irak y otros.
Un elemento evidente es el agotamiento de las posibilidades de sustentación del “modelo chileno,” tan alardeado por los áulicos y propagandistas del neoliberalismo radical, del que Chile fue el gran laboratorio durante el gobierno militar de 1973-1990. Hasta 1982, el gobierno del general Augusto Pinochet mantuvo en el comando de la economía a un grupo de jóvenes economistas graduados en la Universidad de Chicago, donde se embriagaron con las tesis monetaristas defendidas entonces por Milton Friedman, según las cuales, el control de la moneda sería prácticamente la única función económica que se debería dejar al Estado, todas las demás tenían que ser entregadas a la iniciativa privada.
El programa de Chicago, respaldado por la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y por la Fundación Ford, se inició a mediado de la década de 1950, como parte de los esfuerzos estadounidenses de promover el “libre mercado” en América Latina, y Chile al inició del gobierno del general Pinochet fue el conejillo de indias.
Con carta blanca, el grupo encabezado por Sergio de Castro, que ocupó los ministerios de Economía y de Hacienda, puso echó a andar una programa implacable, convertido en un mantra para los adeptos de la hegemonía de los mercados en la economía: apertura y desreglamentación de los mercados financieros; apertura comercial radical y eliminación de cualquier forma de proteccionismo; privatización de las empresas estatales y de servicios públicos; “flexibilización” (léase precarización) de los mercados de trabajo.
Castro y algunos de sus colegas fueron obligados a renunciar en 1982 por el hecho de que Pinochet se había negado a profundizar las “reformas” propuestas por ellos, en medio de una grave crisis que hizo que el PIB chileno retrocediera 13 por ciento y que el desempleo se elevase a casi 20 por ciento, lo que llevó a su sustituto, el general Enrique Montero, a estatizar el sistema bancario y a revertir algunas de las medidas adoptadas por los “Chicago boys.”
No obstante, gran parte de las iniciativas aplicadas por el grupo fueron continuadas por los gobiernos civiles después de 1990, lo que facilitó que su mentor en Chicago, Arnold Haberger, cultivara una legión de discípulos y de contactos personales en Chile y otros países sudamericanos, como Argentina, donde el ideario neoliberal se canalizó mediante una red de organizaciones especializadas en estudios estratégicos. Uno de sus discípulos, Cristian Larroulet, fundó el instituto Libertad y Desarrollo (LyD), paro el cual trajo a varios egresados de Chicago, y fue jefe de gabinete en el primer mandato de Piñera (2010-14) y es el actual jefe de asesores.
Confluencia de tres crisis
Por otro lado, la explosión de insatisfacción en Chile es indicativa de una confluencia de tres subcrisis sistémicas que marcan el escenario actual de una mega crisis mundial: la de la “globalización” financiera desvinculada de la economía real, la del orden hegemónico internacional centrado en Estados Unidos y la de la representatividad política de las sociedades ante los poderes establecidos.
La “globalización” puede tener su origen en la decisión del gobierno del entonces presidente estadounidense Richard Nixon, en 1971, de eliminar la relación entre el dólar y el oro, con lo que enterró el acuerdo financiero establecido en Bretton Woods al final de la segunda Guerra mundial.
Allí se inició el divorcio del sistema financiero y la economía real, que solo se profundizaría en las décadas siguientes, y para el cual el experimento de los “Chicago boys” en Chile aportó una contribución crucial, consolidada, posteriormente, en el Reino Unido de Margaret Thatcher (1979-1990) y en los Estados Unidos de Ronald Reagan (1981-1989).
La crisis de la deuda del Tercer Mundo, en los años ochenta, y la sucesión de burbujas especulativas que marcaron a las décadas de 1990 y 2000 fueron consecuencias inevitables de la decisión de los altos círculos de poder oligárquico centrados en el eje Washington-Nueva York-Londres, de dar rienda suelta a los “mercados” independientemente de las consecuencias sobre los sectores productivos que representan la economía real.
Los extremos alcanzados por la desvinculación de las finanzas con la economía real se muestran en la comparación entre el PIB mundial poco superior a los 80 billones de dólares y las burbujas de las deudas, con 250 billones, y de derivados financiero, cuyo valor se estima entre mil billones y mil billones 500 billones de dólares. No es necesario ser un experto para descubrir que esa estructura se asemeja a un castillo de naipes, que puede caer con cualquier accidente que despierte el “instinto de manada” de los “inversionistas” poseedores del sistema, a ejemplo de la crisis asiática de 1998, de la crisis de las empresas de internet, en 2000, y la crisis de las hipotecas subprime de 2008.
Hablando con todo rigor, esa inestabilidad intrínseca se inscribe en el sistema de bancos centrales controlados por intereses privados, con el cual las emisiones de dinero se hacen bajo la forma de deuda, en lugar de crédito controlado por los estados nacionales, según el patrón consolidado en la post guerra por la Reserva Federal estadounidense y por el Banco de Inglaterra, al cual se incorporó la mayoría de los países ricos. Se trata de un mecanismo que, visiblemente, no sintoniza con las necesidades ni con las aspiraciones de las sociedades y cuya reforma es a todas luces apremiante.
En cuanto a la hegemonía disfrutada por Estados Unidos y sus satélites en el periodo posterior a la Guerra fría hay que decir que demostró ser de vida corta, pues se encuentra bajo la presión del cambio de centro de gravedad geoestratégico y geoeconómico del planeta, del eje euroatlántico al euroasiático, capitaneado por el plan de integración económica impulsado por China en estrecha asociación con Rusia. La primera, con la fuerza económica y la segunda con el creciente peso estratégico, demostrado de forma categórica en su papel determinante en Medio Oriente, donde se muestra como la fuerza decisiva para la más que necesaria perspectiva de pacificación de la región.
Es irónico que Estados Unidos y China, luego de una agria disputa comercial y estratégica, pretendan firmar una tregua (que, como toda tregua, es temporal, pues las élites dirigentes estadounidenses ya eligieron a China como potencia “rival”) en la cúpula de la Cooperación Económica Asia Pacífico (APEC), que se realizaría en noviembre en Santiago de Chile, misma reunión que acaba de ser cancelada por el presidente Piñera a causa de las manifestaciones.
La crisis de representatividad política sigue la misma línea del límite de tolerancia por parte de las sociedades afectadas, que están reaccionando, cada cual, a su modo, a la virtual pérdida de contacto con el sistema político institucionales, con el consecuente secuestro de la política pública por los intereses establecidos. El Brexit, la elección de Donald Trump, los chalecos amarillos franceses, la elección de México y las recientes protesta de América del Sur son manifestaciones de ese fenómeno, desencadenadas por causas locales diferentes, pero teniendo como telón de fondo una insatisfacción creciente con los sistemas de poder.
En América del Sur, cuyos países celebran el bicentenario de sus independencias de los imperios Español y Portugués, esa confluencia de crisis, tal vez, indica el momento adecuado para repensar los propios conceptos de representación heredados de los movimientos políticos europeos del siglo XVIII. Es necesario, en especial, poner en duda la idea de que la democracia se limita a la posibilidad de selección periódica de los representantes del pueblo, sin incluir compromisos institucionales –sujetos a verificación– compatibles con el principio superior del Bien Común en la cosa pública. En este particular, el pueblo chileno puede haber mostrado el camino a sus vecinos continentales.